He paseado por las praderas y sobre las rocas de Pilane en busca de las esculturas que cada año son sabiamente instaladas en estos campos de la costa occidental de Suecia. Y, no crean que deliraba, la visita la hice en compañía de Immanuel Kant. Tan es así que, durante todo el recorrido desde Gotemburgo, disertó sin descanso sobre la oposición entre la obra de arte (que tiene por objetivo la belleza perseguida y razonada libremente) y el efecto de lo bello en la naturaleza; entre el pensamiento que dirige la creación artística y unas armonías que son independientes del hacer humano.
Dijo muchas más cosas, pero eso es lo que ahora recuerdo.
No obstante, tras aparcar la furgoneta, descendió dócilmente de las cimas de su metafísica del juicio estético y, dejando de lado su universo rococó, se calzó unas botas de guardabosque para, acto seguido, acompañarme en mi paseo entre los caprichos escultóricos de Pilane.
La hermosura del día radiante de fin de verano en la isla de Tjörn que nos tocó en suerte sacó a Immanuel de sus cavilaciones, al menos por unas horas De repente estaba totalmente relajado y de buen ánimo. No sé si fueron las latas de cerveza y el bocata de salami, previos a la visita, pero parecía dispuesto a divertirse como un niño entre juguetes nuevos.
Pilane 2014
Claro que, nada más empezar, tuve que explicarle al filósofo de Königsberg lo que son unas señales de tráfico y un paso de cebra.
Lo del sonajero gigante de Brío fue un poco más difícil, por la similitud que tiene con las jaulas, claro que con menos colores, que usaban algunos absolutistas prusianos para poner en la picota a los delincuentes y disidentes.
Menos mal que cerca había unas ovejas de lo más común. Aunque sospecho que Kant era más dado a analizar el concepto de cordero que a tocar su lana y dudo que en su infancia le llevasen a la granja escuela.
Pero, en fin, demos por supuesto que tuvo que ver ovejas por las calles de su ciudad natal, dado que yo mismo vi circular los rebaños por el paseo de la Castellana de Madrid dos siglos más tarde.
¿Y elefantes? Esos seguro que los debió de ver en los tratados de zoología que no debieron de faltar en su biblioteca de la universidad.
Nos sentamos en estas butacas-elefante para tomarnos un respiro. No quiero bajar la guardia no sea que se me ponga malo. Así que le observo por el rabillo del ojo. Me parece que está pensando en quitarse la peluca.
Finalmente, lo ha hecho. ¡Se ha guardado la blanca peluca dieciochesca en el bolsillo de su levita! Puede que la visión del mono sudoroso y pensativo (rodin simiesco) le haya quitado la vergüenza, observo que es bastante calvo.
Ahora nos estamos acercando a una escultura titulada Los días del juicio. ¡Kant ríe a la vista de estos reflexivos híbridos que dan vueltas y vueltas por la pradera! ¡Caigo en la cuenta! ¡Es evidente que estamos ante una obra de profundo sentido kantiano!
¡No! He de decir a los responsables de la exposición que la obra, digan lo que digan, no se refiere al juicio final. A lo que se refiere es a ese círculo interminable al que nuestra facultad de juzgar nos obliga sin descanso, como borricos de una noria.
Pero -no salgo de sorpresas- lo que en realidad parece hacerle gracia a Immanuel no es el carácter metafísico de nuestro destino… Mientras mastica unos cacahuetes que le ofrecí cuando estábamos con la escultura del mono, me dice:
Son como los académicos de Königsberg cuando nos atormenta una pregunta filosófica
Tras esta delicada confidencia nos sentimos como viejos compinches ¡aquí al sol, a la luz y al aire de los campos de Pilane!
Así que, antes de brincar hacia la roca donde se alza un gran chupa-chups amarillo, me pide que le sujete un momento la mochila para quitarse la levita.
¡Kant se me ha quedado en tirantes! ¡Sí señor, este es mi filósofo!
¿Al fin y al cabo que tendría de malo que cuando escribía su Crítica de la facultad de juzgar lo hubiese hecho en calzoncillos (largos)?
En la subida nos detenemos bajo la sombra de un tiburón cuyas facetas cambian de color y de reflejos. Mientras damos vueltas a su alrededor tengo que explicarle a mi amigo de toda la vida lo que es el acero inoxidable. Insisto en que, aunque parezca hecho de espejos, el tiburón no es en absoluto de vidrio.
No está demasiado convencido, así que da unos saltitos para intentar tocarlo, pero no lo consigue. Me parece que no está en forma. ¡Demasiado trabajo sedentario!
¡Por fin hemos llegado a la esfera amarilla! Esta también es de acero pero esmaltado!
Exclama:
¡Me gusta! ¡Me gusta!
Pero de repente, cae en la cuenta de lo que acaba de decir y murmura:
Claro que eso del gusto es un afrancesamiento… Los filósofos alemanes, yo en particular, sostenemos que para comprender el arte hay que dejarse de frivolidades y profundizar, profundizar, sí, profundizar…
¡La clave está en el juicio, en la subjetividad del juicio estético que, no obstante, es de validez universal…
Yo le miro preocupado pues parece que ha vuelto a las andadas, aunque, bien mirado, me da la impresión de que ha pillado una insolación. Así que recupero la peluca y se la encasqueto de nuevo sobre la calva, mientras le tiendo una botella de agua mineral.
¡Uff! He logrado parar la crisis, justo cuando acabamos de llegar a las planchas de colorines de la escultura más elevada.

Rectangulos horizontales y la conciencia de la perfeccion. Jacob Dahlgren. Suecia. Aluminio lacado. Pilane 2014. Foto R.Puig
El aire del mar que corre por aquí arriba le está haciendo bien. ¡Menuda responsabilidad la que me ha caído! ¡El futuro de la Filosofía moderna depende de mí!
¡Sobre todo que no vaya a dar un traspiés!
En el descenso se empeña en acomodarse un rato en la butaca de bronce que amuebla el estanque entre las rocas.
Me siento a su lado y nos tomamos un bocadillo de queso de oveja con tomate para alejar los pensamientos abstrusos.
Abajo percibimos una estructura abstracta de cables blancos, algo así como un cruce de pentagramas de rayas y rayos que invita a declamar el do re mi. ¡Me parece que está silbando por lo bajini una marcha prusiana!
Es buena señal. Definitivamente me parece que el autor de la Crítica de la razón pura se ha identificado ya con este lugar, donde la libertad creativa del juego escultórico contemporáneo se combina con la belleza irracional de una naturaleza sin aprioris.
¡Se está divirtiendo!
Cuando llegamos al amasijo verde intestino de uno de los escultores habituales de Pilane, Kant se para pensativo y me dice:
¿Podrías sacarle una foto? Quiero llevársela a Federico Guillermo. Creo que le va a gustar.
Para una vez que salgo de viaje, si vuelvo sin algún recuerdo se puede poner chinche. Ya sabes que cuando le da por censurar a los ilustrados…
¡A ver si así me deja escribir lo que me dé la gana!
Yo, naturalmente, tiro de cámara y le respondo:
¡Eso está hecho!
Así que ésta es la foto que se llevó Immanuel a Königsberg para dársela a su káiser, la de la escultura más rococó de todo el parque
¿No me creen? ¿Tengo que jurarlo por los muertos de Pilane?
Nada más fácil porque sin darnos cuenta estamos frente a los monolitos dispuestos en círculos que señalan el emplazamiento de numerosas tumbas colectivas que datan de la Edad del Hierro.
Pero no quiero detenerme, si nos paramos aquí se va a poner de nuevo en tesitura metafísica. Así que le tiro de la levita y lo alejo de las tumbas.
Acelero también el paso frente a la escultura del alienígena en bata y pijama no sea que se me ponga de nuevo meditativo
Pero lo que le despierta de verdad es una conversación que sorprendemos entre una bella y una oveja. ¡Sí! ¡Una rubia visitante está tratando de convencer a una lanuda ovina de que se haga un selfie con ella!
¿Y qué me dice Kant mientras observa la escena? Transcribo nuestra conversación:
Immanuel: Es bello todo lo que sin concepto reconocemos como objeto de una satisfacción necesaria
Yo: ¿Qué me quieres decir maestro?
Immanuel: Ya veo que no tienes una mente metafísica. Te lo simplifico para que me entiendas. Lo que quiero decirte es que en el arte el entendimiento está al servicio de la imaginación
Para mis adentros pienso que en este caso no es el arte lo que le interesa. Todos estos circunloquios son para confesarme que quiere una instantánea de la bella turista en conversación con la oveja
Aquí he de pedir permiso a la chica para tomar la foto que me pide Kant.
La joven me mira extrañada cuando le presento al filósofo (¡resulta que es estudiante de Filosofía!). Aprensiva, le da la mano a Immanuel y accede a que le tome la foto para nos vayamos pronto, no sea que resultemos ser unos locos peligrosos (sobre todo el de la peluca y los tirantes rococó)
